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Una luz distinta y más alta

Mar, 15/02/2022 - 17:43
Una luz distinta y más alta
No es fácil para un cubano de nuestro tiempo discurrir sobre el caso de Alicia Alonso. Todos la llevamos dentro, como cosa muy nuestra y, al mismo tiempo, como imagen escapada del recinto insular, como impulso nacido para señorear territorios lejanos, universales e intemporales. En este contrapunto entre lo más cercano y lo más distante se produce su victoria. En este vuelo entre lo íntimo y lo inasible se dibujan su gesto cubano y su feliz aventura humana.
Desde los días iniciales de la carrera de Alicia Alonso puede medirse la curva palpitante de su crecimiento sin pausas. Ante una parábola en que marcha prendida la sorpresa gozosa de sus compatriotas, se intenta apresar las razones de su triunfo. Están en nuestra máxima danzante las virtudes y facultades que le han destacado observadores del más alto nivel. Sabemos, desde luego, que la calidad de Alicia está integrada por talento y disciplina, por rigor y coraje; pero la razón íntima de su hazaña nos queda siempre entre las manos, como el polvo de una mariposa esquiva que defiende a toda costa la altura de su vuelo.
Meditando sobre esta región presentida, que se nos queda flotando como un halo inaprensible, hemos sospechado el secreto de la imparidad de Alicia Alonso. La perfección técnica es su patrimonio; la voluntad encarnizada, rebosante de perfiles místicos, está en el subsuelo de sus creaciones; pero entre una cosa y la otra se vislumbra la presencia de un hecho matriz, responsable de la rara magnitud. Aludamos a tal hecho. 

Es vieja verdad que es la danza la expresión primera de la ansiedad humana. Por ello, por civilizado y actual que sea un espectáculo danzario, descubrimos, en la entraña de su entraña, los primitivos ademanes rituales, el primer movimiento de sumisión resignada o de angustia sedienta. Una figura de mujer clamante o vencida en lo hondo de un bosque, será siempre alusión primordial en el aire de la danza. Lo que no lleve y trasmita ese latido primigenio, engarzado en el afilamiento más actual, queda privado de sentido y hueco de gracia. En Alicia Alonso vive, muere, resucita y vuelve a morir para nacer mejor, el venerable grito de la tierra que hace de la figura humana un árbol estremecido de ramas incansables. Esa respuesta fiel al rumor cósmico, esa desvelada lealtad al aliento ancestral, es el gran secreto que impulsa, levanta y ramifica todas las creaciones de Alicia Alonso.

El mando de los viejos pulsos telúricos desemboca, como una derivación obligada, en la dura maestría, reconquistada en cada amanecer. Alicia Alonso es un ímpetu tenaz, frenético, heroico —disparado contra la enfermedad y contra el tiempo—, hacia la perfección incansable. Y lo que no han visto muchos es la comunicación sabia e incesante entre el ser y el hacer, entre la ansiedad vitalicia y el oficio exigente. El dominio de las técnicas es siempre un menester indispensable, pero secundario y sin relieve si no está fecundado por el mando genésico que, al embridarse, rompe en abanicos de sorpresas. No todos los que aplauden enfebrecidos su Giselle o su Carmen descubren, entre la maravilla del movimiento exacto, la savia inmortal que las sustenta y eleva.
La obediencia singular al viento de la naturaleza y al cauce de las maestrías construye el relieve inmortal de Alicia Alonso; pero existe una tercera dimensión que le otorga la estatura solitaria que les han proclamado los más enterados y exigentes. Nos referimos al modo inesperado, distinto, en que se tejen en ella el sentir y el saber, la voz de la tierra y la medida de los tiempos. Esa virtud transformadora está en la manera en que traduce los magnos afluentes formadores; en la novedad con que obedece, innovándolos, el ímpetu y la medida. De esta virtud parte el perdurable reinado de nuestra gran ciudadana. 
Tiene mucho interés anotar que los críticos de mejor calidad han destacado como creaciones cimeras de Alicia su Giselle y su Carmen, tan plenas como distintas. Otras encarnaciones podrían sumárseles en la excelencia; pero la insistencia en la alusión es un reconocimiento a la obra de la naturaleza y del arte que hemos apuntado. La ternura romántica de Giselle y la altiva fiereza de Carmen —si no me quieres, me muero y si me quieres, me mato—, traducen, en su abismal diferencia, las dotes impares de la gran cubana. Giselle y Carmen son dos medidas, dos vertientes, de la naturaleza femenina: el dolor resignado y el dolor agresivo han mostrado, como nunca, la trágica agonía. En las dos interpretaciones Alicia alcanza y sobrepasa las metas conocidas, prueba de su poder profundo y vario. El clamor de la tierra —en la tarde que muere Giselle, y en la tempestad que amenaza Carmen—, se viste aquí de suprema elocuencia.

Pero ha de sumarse un nuevo elemento exaltador, a la obra de Alicia Alonso. Pensemos en el empeño abnegado, difícil, ejemplar, de dar nueva fisonomía a un oficio preso en su misma excelencia. Tiene el ballet, como quehacer artístico alguno, normas tiránicas que encuadran su destino. En cierto modo, la grandeza le viene de su servidumbre. Para infundirles matices inesperados ha de conocérsele desde adentro, vencerlo en pelea cuerpo a cuerpo, en su mismo campo y con sus propias armas. La gran aventura ha sido cumplida y reiterada por nuestra Alicia, aunque sea justo, señalarse en su triunfo el magisterio creador de Fernando y la gracia poderosa de Alberto Alonso. En la trilogía excepcional vence, como en pocos casos, la fidelidad libertada a una vieja perfección, triunfadora de sí misma. El poder transformador, siempre recién nacido, de la original maestría, entrega la dimensión final de la gran mujer y de su grupo admirable.

No es cosa ajena a la calidad absoluta de Alicia Alonso, al gesto valeroso de su talento y al mando de una escuela de disciplina y sorpresa, su clara fidelidad a la revolución cubana. Su caso y los de Fernando y Alberto Alonso testifican la fuerza creadora de un gran cambio libertador. La presencia de un pueblo en combate histórico está en sus obras. 
Un movimiento de tamaño americano y universal como el que Cuba impulsa no puede sino proyectarse en un cauce de excelencia y continuidad. Si limita su faena transformadora, niega la razón de su existencia; si se aquieta junto a la meta alcanzada, anuncia el retroceso. El Ballet Nacional de Cuba es un órgano de la revolución cubana; por ello se conjugan en su seno lo personal y lo colectivo, el gesto de excepción con la unanimidad insatisfecha, lo logrado con lo naciente. Alicia Alonso, artista de talla universal, es, al propio tiempo, sembradora constante, humilde y abnegada. De su mano y a su ejemplo están surgiendo jóvenes maestras y maestros de la danza, a los que trasmite su saber sin estorbarles el ademán distinto. Su esfuerzo, hijo de la revolución, es obstinado, encarnizado, sangrante, y por ello victorioso; seguro de su crecimiento e imprevisible en su magnitud.

El Ballet Nacional de Cuba es mucho más que una suma de excelencias y una escuela singular; es la voz de una fuerza popular sin reposo. Como han apuntado sus dirigentes, su importancia deriva del contacto permanente con el pueblo. Las masas trabajadoras, campesinas y estudiantiles, tanto como los niños, reciben su enseñanza, pero le enseñan a su vez. De esta comunicación, de este entendimiento entrañable vienen la frescura y la novedad de su tarea. La vida exaltada y generosa que la revolución encarna, entrega al Ballet nuevos temas, nuevas formas, nuevos matices, nuevas perspectivas. El Ballet Nacional de Cuba no puede languidecer en lo consabido: lo impiden su amor al pueblo y su conciencia revolucionaria. 

Las viejas normas alientan en él, por esa razón esencial en un equilibrio inestable, en una rica inquietud que muda y ensancha su mensaje sin herirle el nivel.
EI bello artículo de José Martí sobre Sarah Bernhardt culmina con estas palabras: “Hace quince años, ella se diría, sola, tan joven, y toda llorosa: ¿Qué va a ser de mí? Hoy en día se debe haber preguntado más de una vez: ¿Cómo es que yo no soy reina?”. Alicia Alonso pertenece, por gran fortuna, a una época grande y feliz, muy otra de la que vivió la insigne trágica de Francia. No necesita, ni quiere, corona real, porque luce sobre la frente una luz distinta y más alta: la de trabajadora eminente de una revolución fiel a su tiempo, que asegura a todos el pan, la justicia y el canto.

Juan Marinello
París, diciembre de 1971

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