
Por Miguel Cabrera, historiador del BNC
La década de 1960 abrió infinitas posibilidades para los amantes del arte y la cultura, manifestaciones altamente valoradas y divulgadas por la política cultural de la Revolución, triunfante el 1 de enero de 1959. Tuvieron los cubanos, a partir de entonces, la posibilidad de asistir y disfrutar de una rica gama de ofertas, especialmente en virtud de la Cooperativa de Arte Popular, loable empeño de entonces , que de manera gratuita o a mínimos precios , permitió el contacto, muchas veces por vez primera, con expresiones artísticas como el ballet, la danza contemporánea, el folklore, los conciertos, la asistencia a museos y a los cines debates. Fue en esa rica atmosfera que pude disfrutar de las primeras presentaciones del Conjunto Nacional de Danza Moderna, raíz actual de Danza Contemporánea de Cuba, liderado por el gran maestro y coreógrafo Ramiro Guerra. Desde el escenario del Teatro Mella, en la capital cubana fueron muy frecuentes mis encuentros con obras de tanta relevancia como la Suite Yoruba, Medea y los Negreros, Orfeo antillano, Ceremonial de la Danza o Impromptu Galante, por citar solo unos pocos ejemplos. Aparecía ante mis ojos una nueva forma de danzar, que simultáneamente con los espectáculos que ofrecía el Ballet Nacional de Cuba, con la extraordinaria Alicia Alonso al frente , contribuyeron a mi formación cultural y a lo que sería más tarde mi vida profesional como un Historiador de la daza. En 1968, en la Sala Talía, enclavada en el edificio del Retiro Odontológico, sito en la calle L entre 23 y 21, en el Vedado habanero, tuve mi primera visión personal del maestro Ramiro Guerra. Allí impartió su ya célebre curso de Apreciación de la Danza, que para suerte de todos ha sido plasmado para la posteridad en diversas ediciones en Cuba y en el extranjero. Recuerdo su entrada al recinto, casi siempre acompañado por esa otra gloria de la danza cubana que fue el bailarín y coreógrafo Eduardo Rivero, su más inspiradora musa masculina. En ese texto que abordó entre otras temáticas tan claves como la génesis de la danza, sus cauces históricos, el folklore y su teatralización o la dramaturgia, bebimos muchos de los que posteriormente nos dedicaríamos a la investigación histórica o a la critica danzaria. Años después, en la Sala Tespis en los bajos del Hotel Habana Libre, compartiríamos con él, Lorna Bursall, Geraldo Lastra y Rogelio Martínez Furé , hermosas jornadas en pro de la difusión de la danza, arte con un creciente desarrollo en el país.
Pero hasta ese momento mi relación con Ramiro era algo distante, pues no era un carácter fácil ni una personalidad simple a tratar, pues injustas circunstancias lo habían vuelto un hombre esquivo, complejo y a veces en una posición de defensa irónica. Pero un hecho fortuito rompió las distancias y los equívocos que podría brindarle un joven historiador, que defendía con vehemencia la historia, la estética y la ética del ballet, arte del cual se le consideraba un férreo crítico.
Transcurrían los primeros años de la década del 70, cuando el Consejo Nacional de Cultura convocó a una espacié de seminario sobre el arte de la danza, que tendría como sede la Casa de Protocolo del Parque Lenin. Recuerdo que viajamos hasta allí, en una de las entonces “novedosas guagüitas Girón”, un grupo de personas vinculadas al quehacer danzario, entre las que se encontraba el maestro Ramiro Guerra. Hasta entonces lo miraba con gran respeto, pero sin cercanía alguna, tal vez prejuiciado por su fama de distante y ácido. Era una mañana que llovía copiosamente y fue él , el primero en descender del ómnibus, casi corriendo, para evadir el aguacero. Al saltar sobre el césped, éste se hundió y el maestro fue a caer sobre una laguna, en lo que se había convertido el portal de la Casa de Protocolo. Detrás descendí yo y ante la mirada asombrada del resto de los invitados, levanté del piso a tan ilustre personalidad. Estaba vestido con pantalón y camisa de un lienzo claro y usaba unas bellas sandalias de cuero color marrón . Me miró fijo y se levantó enérgico, aunque visiblemente apenado. El accidente supe después le había costado la luxación de un par de costillas. A partir de entonces, por esos azahares de las circunstancias, nuestra relación tomó una nueva forma y en cada reencuentro, de manera jocosa, comenzó a llamarme: Mi salvador.
En un marco de admiración y respeto mutuo, transcurrió nuestra relación posterior. Compartimos congresos de la UNEAC, impartimos cursos organizados por la UPEC, festivales danzarios, reuniones con amigos comunes y muchas actividades más. En 1998, al crearse el Museo Nacional de Danza, lo visité en su famosa torre del Edificio López Serrano, donde fue sumamente generoso al entregarme su vestuario para LLanto por Ignacio Sánchez Mejía, coreografía suya inspirada en la obra de Lorca, y que estrenara en 1954 en el Instituto de Cultura Hispánica en Madrid. En cada ocasión y en bello detalle me hizo llegar, dedicados, ejemplares de su valiosa obra escrita, que guardo celosamente en Centro de Documentación del Ballet Nacional de Cuba.
Hace poco tiempo lo vi por última vez. Asistía yo a unas presentaciones del Ballet Contemporáneo de Camagüey en el Teatro Martí de La Habana, cuando tuve el honor de compartir el palco con él. Lo encontré enérgico como siempre, con su pelo nevado, atento a todo el que entraba y salía de la sala, recibiendo cálidas muestras de respeto y cariño. Lo abracé con el afecto ya habitual entre nosotros y me dijo: ´´¿ Sabes quién me regaló esta guayabera que tengo puesta? nuestro Presidente, Raúl Castro´´. Una sonrisa de orgullo le iluminó el rostro y yo pensé para mis adentros: Honrar, Honra. Era quizás para él, el mejor bálsamo para viejas heridas, que si bien lo hirieron, nunca le hicieron perder la brújula, ni la solidez de sus raíces y de su sentido de pertenencia.
Perteneció a la ilustre estirpe de aquellos que supieron siempre que el ARTE, no tiene patria pero los artistas sí. Así quiero recordarlo siempre.
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